La
historia del fútbol es un triste viaje del placer al deber. A medida que el deporte
se ha hecho industria, ha ido desterrando la belleza que nace de la alegría de
jugar porque sí.
En
este mundo del fin de siglo, el fútbol profesional condena lo que es inútil, y
es inútil lo que no es rentable. A nadie da de ganar esa locura que hace que el
hombre sea niño por un rato, jugando como juega el niño con el globo y como
juega el gato con el ovillo de lana: bailarín que danza con una pelota leve
como el globo que se va al aire y el ovillo que rueda, jugando sin saber que
juega, sin motivo y sin reloj y sin juez.
El
juego se ha convertido en espectáculo, con pocos protagonistas y muchos
espectadores, fútbol para mirar, y el espectáculo se ha convertido en uno de
los negocios más lucrativos del mundo, que no se organiza para jugar sino para
impedir que se juegue.
La tecnocracia del deporte profesional ha ido imponiendo un fútbol de pura velocidad y mucha fuerza, que renuncia a la alegría, atrofia la fantasía y prohíbe la osadía. Por suerte todavía aparece en las canchas, aunque sea muy de vez en cuando, algún descarado carasucia que se sale del libreto y comete el disparate de gambetear a todo el equipo rival, y al juez, y al público de las tribunas, por el puro goce del cuerpo que se lanza a la prohibida aventura de la libertad.(Eduardo Galeano)
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