De todos los padres
celebrados o convocados en el Día del Padre ningunos tan dramático como los que
ya no están. Desde las famosas coplas de Jorge Manrique la evocación del padre
es un tópico de la transitoriedad de la vida. Más allá de las necesidades
comerciales, el padre muerto produce sentimientos mucho más profundos que el
padre vivo.
La poesía es vehículo
frecuente de esta forma del dolor. César Vallejo da cuenta de su padre lejano y
dormido, a quien ya no verá, una figuración de su muerte. Pablo Guevara evoca
la vida de su padre fallecido, con una celebración de su oficio de zapatero.
Rodolfo Hinostroza intenta reconstruir el espacio familiar de su padre, poeta
como él mismo.
El discurso moderno habla de
un padre vivo, activo en la familia y disponible para recibir regalos útiles.
El padre muerto, en cambio, como tema es un encuentro del hijo con su propia
muerte. Un sentimiento en el cual no participa realmente la familia como
conjunto, que es exclusivo de aquellos hijos nostálgicos de la paternidad.
Raúl Mendoza Cánepa ha
publicado un poemario que entra de lleno en estos temas. Su Retratos de mi
padre (Calambur Ediciones, Lima 2014) es una despedida de su padre fallecido, a
través del comentario a las imágenes que dejó aquella vida: fotos, cuadros, rincones
de la casa familiar. El resultado es conmovedor, y además excelente poesía.
En este tipo de libro
solemos quedarnos con la tristeza del autor, pero en este caso lo que obtenemos
de la lectura es una imagen del padre mismo. Mendoza lo retrata, como ofrece en
el título, como un personaje apacible dedicado sobre todo a crear un mundo
imaginario para su hijo, de una dedicación afectuosa que es el núcleo de un
recuerdo poético.
Pero la evocación va más
allá. El hijo ha captado momentos de la vida del padre que son intensa poesía
de la vida diaria. “Me bullía la sangre / y él siempre al pie para curarme /
... Aguardaba al pie de mi puerta / mi pronta restauración. / Celestone para el
asma, / medianoche entre lluvias / en una Monark oxidada”.
El poemario está escrito en
un estilo llano, pero su estilo, en el fondo una narrativa, le da una dinámica
que llama a la lectura. Mendoza no dramatiza, sino poetiza, con versos
descriptivos de su experiencia, en lo que llama “el aire espeso” de su duelo.
Es un poemario sobrepuesto al dolor, ubicado en la contemplación de lo
inevitable.
Tiene, pues, también la
serenidad de un obituario: “Que el Dios de todas las tormentas perdone sus
faltas / y en papel jazmín firme su redención. / Que lo anuncien las flores de
Ab Salah, / Que su ceguera sutil no perciba / el vaho en el espejo /ni la
concatenación bestial / de todas las fibras / que hoy se le desgarran del
cuerpo”. (Mirko Lauer- Diario La República)
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